viernes, 16 de septiembre de 2016

Un martes 13 de muerte

 
Como cada mañana, me disponía a ir al trabajo. Nada nuevo, solo es martes 13, un día como otro cualquiera, pero al que muchos tememos.
"Martes 13, ni te cases ni te embarques", reza mi madre cada vez que coincide este día.
Yo siempre intento que sea un día normal, porque realmente lo es, pero no puedo evitar tener cierto temor a lo que pueda pasar en este día. Sí, soy supersticiosa y me gusta serlo. Me encantan los dichos o leyendas sobre pasar por debajo de una escalera, cruzarte con un gato negro, abrir un paraguas en un lugar cubierto, no prestar nunca sal a nadie... Me fascinan las cosas de brujas, lo sobrenatural, los zombis, la magia... Pero todos sabemos que nada de eso existe. Lo sabemos o lo creemos...

Salí de casa y me dirigí al garaje a sacar el coche para ir al trabajo. Todo bien, el coche estaba entero y arrancaba perfectamente. Primera prueba del día superada.
Conduje hasta la oficina con más cuidado que de costumbre, por si acaso. Llegué al edificio donde se encuentra mi oficina y por un momento un escalofrío recorrió mi espalda, subiendo hasta la nuca. Me imaginé que todos los trabajadores del edificio se habían convertido en zombis. Sí, lo sé, debo dejar de ver "The Walking Dead", me hace imaginarme demasiadas cosas raras. Incluso me gustaría verme en una situación así por un día. El fin de la existencia humana y un buen apocalipsis zombi. Suena raro, pero mi mente perturbada quiere probar lo que se siente estando en tal situación.

El caso es que entré en el edificio y comprobé que la gente era la de siempre y estaban como siempre, y eso me tranquilizó, aunque en cierto modo sentí una ligera decepción.

La jornada de trabajo transcurrió con normalidad la primera mitad del día. Un par de incidencias que resolver, rellenar unos informes y el cafecito de media mañana. Nespresso Caramelito... cómo lo echo en falta...

Recogí mis cosas y fui a casa a comer como cada día. Volvía a tener esa sensación de que algo no iba bien, pero sabía que estaba susceptible por ser martes 13. Así que intenté sacarme ese mal pensamiento de la cabeza. A decir verdad, esperaba que al llegar a casa hubiera pasado algo malo. Pero no fue así, por suerte. Otra prueba superada.

Ya solo faltaba la prueba final. El regreso a mi oficina a terminar la otra mitad de la jornada laboral y la vuelta a casa sana y salva. Al llegar a mi oficina me crucé con el tipo de la oficina de al lado. Como cada día me saludó con un "¡Hola vecina!". Es un hombre peculiar. En el edificio nunca se oye a nadie, está todo en silencio, pero cuando está él, ese silencio se desvanece. Se pasa el día hablando por teléfono. Sabe inglés, portugués, español... y vete a saber cuántos idiomas más. Parece un tipo inteligente y muy atareado. Cuando las cosas no le salen bien se le oye gritar. De su garganta profieren sonidos guturales, de agonía, de ira... sobrenaturales.

Nadie dice nada, nadie oye nada, pero yo que le tengo pared con pared le oigo. Y me inquieta. Nunca he escuchado nada igual. Pero bueno, ya estoy acostumbrada a sobresaltarme cada vez que grita.

Esa tarde escuché una conversación que él mantuvo por teléfono. Trabaja en una empresa de químicos y alimentación o algo así y nunca entiendo de qué habla. Pero esta vez escuché con claridad. Vaya que sí lo escuché... Hablaba de un experimento que estaban haciendo con unos cienpiés caseros. Sí, de esos blancos y gorditos con las patas extremadamente largas y que corren como alma que lleva el diablo.
Esos bichos había sido genéticamente modificados para morder. Porque los auténticos insectos de este tipo no muerden. El caso es que dijo que les habían inyectado el virus NH5UV y que iban a probar qué reacción daba si el cienpiés mordía a una persona.

"No es mortal", le escuché decir. "En teoría y si mis cálculos son correctos, estamos ante una vacuna de inmortalidad". Al escuchar eso, se me cayó el vaso de café que me estaba tomando, poniéndome el pantalón perdido. Pero bueno, era un mal menor en comparación a lo que estaba oyendo decir.
Lo que acababa de escuchar me iba a dejar sin sueño durante una buena temporada, y nunca mejor dicho...
"En una  hora habrá un apagón en el edificio, será entonces cuando comprobemos si la mordedura ha surtido efecto en nuestros conejillos de indias. Te esperaré en el sótano Rober, así podrás presenciarlo con tus propios ojos". Mi corazón latía a mil por hora, cual caballo desbocado. No sabía qué hacer. Tenía miedo de que mi "vecino" me secuestrara para formar parte de su grandioso y revolucionario experimento. Tenía una hora para decidir qué hacer. Empecé a recoger mis cosas con intención de irme a casa y hacer como si nada de esto estuviese pasando. Quizás era una broma de mal gusto y estaba bromeando con su interlocutor. Pero por su tono de voz, deduje que hablaba muy en serio.

"La única forma de que mueras, una vez te inyecten la vacuna, es con un tiro en la cabeza. Si nadie te lo pega, serás inmortal. Y todos sabemos que nadie nos va a pegar un tiro en la cabeza, ¿verdad Rober?, jajajajajaja". Su risa resonó con eco en lo más profundo de mi ser. No podía quitármelo de la cabeza. Todavía hoy no he logrado olvidarla, cada noche esa risa vuelve a mi memoria y me perturba, haciendo que me estremezca. Mi miedo cada vez se hacía más presente. Me dí cuenta de que estaba empapada de sudor. No tenía escapatoria. Había dos opciones: salir corriendo en ese preciso instante, o esperar hasta que se fuera, con las luces apagadas y salir despacio por las escaleras intentando que nadie me viese. Me temblaban las piernas tanto que decidí que no era buena idea salir corriendo. Así que apagué las luces de mi despacho y me metí bajo la mesa rezando para que nada malo me pasara.

Cuando le oí abandonar su despacho noté que se había quedado parado ante el mío. A pesar de tener una cristalera enorme desde la que se ve el pasillo, tenía la persiana bajada, aunque por debajo, si te agachas puede verse un poco el interior. Yo sabía que debajo de la mesa no podía verme, pero temía que intentara entrar. Tras unos segundos, que a mi me parecieron horas, oí que reanudaba sus pasos, alejándose de mi oficina para tomar el ascensor. Le dí diez minutos de margen para que se alejara, antes de poderme ir.

Pasado ese tiempo me asomé cautelosamente a la ventana para comprobar que mi coche seguía ahí aparcado y estaba entero. Estaba segura de que él sabía que yo seguía en el edificio. Conocía mi vehículo perfectamente, pues solíamos llegar a la par casi a diario. Preparé la llave en la mano para bajar y arrancar corriendo antes de que fuera demasiado tarde, y me decidí a salir de la oficina.

Tan sigilosamente como pude, me aproximé a la puerta que daba a las escaleras para abrirla intentando no hacer ruido. Y ahí fue donde me asusté de verdad. De la puerta del ascensor, que se encuentra junto a la escalera, salían los cienpiés en hilera, formando una fila perfecta, como un ejército que se dispone a atacar, y se dirigían a las oficinas. Me percaté de que la puerta del ascensor estaba abierta pero no había ascensor. Asomé un poco la cabeza para observar con cuidado de que no se me subiera ningún bicho y fue cuando lo ví. Abajo del todo se podían escuchar gruñidos. Eran de personas que parecían agonizar, pero no alcanzaba a ver nada más, estaba en completa oscuridad a causa del corte de luz programado. 

El experimento había comenzado. Salí corriendo por las escaleras intentando no hacer ruido y me aproximé a la salida. No tenía mucho tiempo, ese maldito loco podía subir del sótano en cualquier momento y matarme, o mucho peor, convertirme en una de sus cobayas de laboratorio. Me decidí a correr sin mirar atrás, abrí el coche y me metí dentro, cerrando el seguro por si acaso. Tras varios segundos de tensión, en los que no atinaba a meter la llave en el contacto, conseguí poner el coche en marcha. Entonces fue cuando le ví salir corriendo del edificio. Salía como un asesino sacado de una película, con el pelo alborotado, la corbata desabrochada, la camisa blanca por fuera y manchada, y una jeringa en la mano. Venía a por mí. A inyectarme el virus. Metí primera y salí a toda pastilla de allí. Al mirar por el retrovisor vi que tras él salía una masa de gente muy extraña. Parecía una horda de zombis. Supuse que eran los conejillos de indias que habían sido mordidos por el bicharraco genéticamente modificado.

Al llegar a casa, conté lo sucedido. Ordené a mi madre que llamara a todos nuestros seres queridos más cercanos para que vinieran rápido a nuestra casa. Yo mientras tanto encendí el ordenador e investigué qué narices significaba el virus NH5UV. Y entonces lo entendí. Mi serie favorita del momento "The Walking Dead" se estaba haciendo realidad. Según pude leer, el virus te provocaba la muerte, haciéndote volver a la vida, unos minutos después de haber muerto, en un estado deplorable. De descomposición avanzada y lo más triste de todo, sin conciencia.

No se trataba de una vacuna para ser inmortal, se trataba de un arma para destruir a la humanidad y sembrar el caos. Provocar el fin del mundo.

Nuestros seres queridos comenzaron a llegar a casa, y encendimos el televisor para ver si contaban algo de lo acontecido hasta el momento, y un montón de sucesos raros estaban comenzando a pasar en EE.UU, Reino Unido, Portugal y España principalmente. Vaya qué casualidad... por algo el tipo se comunicaba siempre en esos idiomas por teléfono. Allí debía tener más sedes de esa empresa química. 

Pronto las calles se convirtieron en muerte. Oleadas de zombis por doquier, un hedor aberrante, comercios saqueados... Una auténtica película de terror.

Durante meses hemos estado moviéndonos sin parar de un lugar a otro, malviviendo, pero sobreviviendo a la epidemia. Hemos tenido alguna baja... es triste, desolador, pero no tenemos tiempo para llorar las pérdidas, el tiempo apremia y es crucial para sobrevivir en este nuevo mundo. Cada vez somos más. Vamos acogiendo a la gente que camina sola o en pequeños grupos. Nos vamos haciendo más fuertes, y estamos intentando dar con alguien que tenga la cura para frenar semejante barbarie. 

Contado esto, os diré que esta es mi última hoja de un cuaderno que llevaba encima. No volveré a escribir más. A partir de aquí no sabréis si vivimos o morimos. Sólo os pido dos cosas: Deseadnos suerte... y cuidado con lo que deseais...

FIN

viernes, 8 de julio de 2016

Mi bola de nieve


La familia debería ser lo más importante para nosotros. Los amigos vienen y se van, algunos, aunque pocos, se quedan para siempre. Pero los que siempre estarán a tu lado serán ellos, tu familia. Quizás no en todos los casos, siempre tiene que haber excepciones, pero la mayoría de las veces será así. 

Tampoco quiero decir con esto que toda tu familia vaya a estar siempre ahí cuando la necesites, siempre habrá con quien nos llevemos mejor o peor, pero los más allegados y con los que más relación tengas, siempre estarán ahí para protegerte, apoyarte, quererte y hacerte feliz.

Mi nombre es Daisy y esta es mi fantástica historia. La historia de un deseo que pedí cuando era joven y que hoy por fín se ha cumplido. De pequeños siempre nos dicen que pidamos deseos en nuestros cumpleaños antes de soplar las velas, haciéndonos creer que se harán realidad, lo hacemos con muchas ganas, incluso después de pedir el deseo soplamos la vela con todas nuestras fuerzas como pensando que cuanto más fuerte soples, más pronto se cumplirá el deseo. Pues bien, yo era una de esas niñas a las que le gustaba pedir deseos por  todo, por mi cumpleaños, por Navidad, al ver pasar una estrella fugaz, e incluso con los palitos marrones que salían en las pipas. Era tan soñadora que siempre lo intentaba con la esperanza de que alguno de mis ansiados deseos se cumpliera. Alguno se cumplía, claro que se cumplía, pero por pura casualidad, no porque yo lo hubiera pedido. Pero aun así yo seguía pensando en la magia de pedir deseos y pensaba que se cumplían por haberlos pedido.

Desde que tengo uso de razón, recuerdo sobre todo los veranos con mi familia. Esos veranos en los que cada día que salía el sol, mis padres cogían la bolsa con las toallas, la crema, las gorras, las mudas de recambio, la sombrilla, las coca-colas y los tuppers o bocadillos y nos ibamos corriendo a la playa en nuestro viejo coche. Pero no a una playa cualquiera con arena, esa era nuestra playa especial, nuestra segunda casa en verano, la playa de las piedras. Era de difícil acceso, pero desde bien pequeña mis padres me enseñaron a bajar hasta ese precioso lugar, pisando fuerte a cada paso que daba para no resvalarme con la tierrilla del terraplen.

Allí quedabamos con los abuelos. Ellos siempre llegaban antes para ir montando la salita. Acomodaban las piedras para podernos tumbar cómodamente en ellas, y cuando nosotros llegábamos todo estaba listo.

Mi padre y mi abuelo preparaban los ganchos para ir a pescar pulpos entre las rocas. Ellos lo disfrutaban juntos, mientras se fumaban algún que otro cigarrillo, y siempre venían con un montón de pulpos y alguna que otra rozadura por las rocas. Cuando les veíamos acercarse, íbamos corriendo a recibirles para ver la pesca que habían conseguido, e incluso nos tomábamos fotos con los pulpos a modo de recuerdo. Pulpos que comeríamos en Navidad como tradición familiar.

Allí nos bañábamos también en pequeñas piscinas de rocas que había, y nosotras aprovechábamos para coger quisquillas. Era muy divertido, recuerdo cómo pasaban por nuestros pies y nos picoteaban. A mi me daban un poco de miedo al principio, pero poco a poco aprendí a cogerlas con el quisquillero y me quité el miedo.

A la hora de la comida, aquello era un festín. Cada uno traíamos nuestra comida pero luego allí todo se compartía. La abuela traía jariguay de fresa sin gas, que estaba riquísimo. el abuelo traía vino y casera, y nosotros coca-colas y alguna cervecita. Aún recuerdo los tuppers de la abuela, con su deliciosa carne albardada con pimientos verdes de la huerta. Las tortillas de patata en bocadillo que hacía mi madre, y el melón de postre que siempre llevaba mi madre, también formaba parte de la tradición, al igual que pescar los pulpos que comíamos cada año por Navidad.

Después de comer los chicos se echaban una buena siesta. Y nosotras montábamos en las rocas una pequeña mesa para jugar a las cartas. La brisca y la sota de oros eran nuestros juegos preferidos y nos pasábamos horas jugando y riéndonos. La abuela se picaba mucho cuando perdía, y era muy gracioso verla, pero aun con nuestros piques, todo era perfecto, nos lo pasabamos genial. Era nuestra felicidad, sol. mar, comida, familia, amor... No se podía pedir nada más.

A medida que han ido pasando los años y nos hemos hecho todos mayores, dejamos de ir a nuestro lugar. Ese que hoy en día en nuestras reuniones familiares seguimos recordando con anhelo. Ya nada es como antes. En esa época éramos los más felices del planeta, no había preocupaciones, sólo disfrutarnos los unos de los otros, jugar, bañarnos, tomar el sol y pescar. Esos eran nuestros placeres, pero la vida poco a poco te los va quitando. Los abuelos se van haciendo mayores y no tienen tanta fuerza como antes para ir hasta allí, para pescar, para bajar por esos terraplenes..., y sin ellos ya no es lo mismo, ese era nuestro lugar, de nosotros cinco, y si no van ellos, nosotros tampoco. No tendría sentido. Formamos un equipo. Yo también he ido creciendo, acabé la universidad y comencé a trabajar. Los veranos se terminan ya que hay que trabajar y no tengo las mismas vacaciones que cuando era pequeña y estudiaba en el cole. 

Aún así el recuerdo sigue muy vivo, muchas veces recordamos cosas de esa época mientras merendamos en la salita y vemos la película del Oeste.

Pero a mí me da mucha pena, me gustaría que todo volviera a ser como antes. Me gustaría volver a sentir esa felicidad, esa despreocupación por la vida, esa inocencia. Mi única preocupación era estar allí con ellos pasándolo bien, disfrutando esos momentos. Estar el día entero con  todos ellos allí tostándonos al sol, jugando... símplemente estando con "La Familia" y siendo felices.

Es por eso, que por mi 27 compleaños pedí un deseo. Mi abuela me regaló una preciosa bola de nieve con una playita de rocas dentro, similar a cómo era nuestro lugar. Apreté fuerte la bolita entre mis manos y deseé tener un sueño. Deseé pasar toda la eternidad con todos ellos, en nuestro lugar encantado, donde todo era bonito, sin problemas, sin trabajo, sin preocupaciones, y solo estabamos nosotros, el sol, las rocas, el mar, la brisa y el horizonte. Donde todo era perfecto. Nuestra burbuja, nuestra bola de nieve, pero sin nieve de verdad, si no con cálidos copitos de sol rozándonos la piel y dándonos calor.

Y por fin se ha cumplido mi deseo, después de muchos años de haberlo pedido, he llegado a la meta. Y ahora aquí estamos juntos, como éramos antes, jóvenes, llenos de vida, en nuestra playa particular, con nuestra comida, nuestra bebida, las rocas, el mar, todo... todo lo necesario para ser felices toda la eternidad, por fin reunidos para siempre. 

FIN

jueves, 23 de junio de 2016

La noche sin fin

Esta noche ha sido mágica. La noche del 24 de junio, día de San Juan. Esa noche en la que la tradición marca que debemos hacer hogueras, y los más jóvenes y/o ágiles se divierten saltándolas de lado a lado.

Pero dime algo... así, entre tú y yo, sinceramente... ¿de verdad entiendes qué tiene de divertido saltar una hoguera con el peligro que puede conllevar?. Yo por mi parte nunca lo he entendido y nunca lo entenderé.
Esta ha sido una de esas noches en las que todos estaban ansiosos por saltar las malditas hogueras, y lo han hecho... vaya si lo han hecho... algunos seguro que se arrepienten de ello, pero ya es tarde para arrepentimientos.
Y muchos me diréis, ¿y si no te gusta la "Sanjuanada" por qué vas a verla?. Pues muy fácil... todos los años tengo la esperanza de que alguien caiga a la hoguera y arda envuelto en las llamas, me parece tan absurdo que les deseo que suceda lo peor. No me preguntes por qué, tal vez soy una demente, una psicópata o qué se yo... o quizás sea porque en mi interior siento que llevo una bruja dentro, una bruja que no quiere ser quemada en una hoguera, que detesta el fuego y no entiende por qué a esta estúpida gente le apasiona.
Pues bien, esta noche se hizo realidad mi deseo de que alguien ardiese en la hoguera.
Estaba yo tranquilamente observando el espectáculo de cerca mientras me tomaba una cerveza en lata, otra de mis tradiciones en esta noche, hasta ahora, nada especial para mi, cuando de repente uno de los individuos que saltaban sobre la hoguera cayó encima de mí empujándome hacia las llamas. En ese momemto me invadió el pánico, estaba notando cómo el fuego comenzaba a quemar mi cuerpo y nadie hacía nada por evitarlo. Por el contrario, todos miraban asombrados la escena. De repente el abrasador calor que sentía en mi cuerpo, fruto de las intensas llamas, se convirtió en un cálido y gustoso abrazo, y fue cuando sucedió... las llamas de la fogata se tornaron verdes y entonces resurgí de entre las cenizas, como el Ave fénix.
Entonces sentí cómo comenzaba a lebitar saliendo de las llamas inconscientemente, pues aun no estaba dando crédito a lo que me había sucedido. De mi garganta profirió una risa tenebrosa, maligna, de ultratumba, que asustó a los allí presentes pero no lo suficiente como para que huyeran de la campa. Entonces fue cuando actué.
Comencé a sobrevolar el lugar girando a toda velocidad por encima de las cabezas de los presentes y solté mi maleficio:
-Desde hoy y hasta el último día de vuestras vidas yo os condeno a vivir una y otra vez esta noche, noche en la que arderéis en la hoguera sin morir, en la que sentiréis cómo os consumen las llamas eternamente. ¡Os condeno al eterno sufrimiento! Ja ja ja ja.
Ahora entiendo por qué tenía ese sentimiento de que había sido bruja en otra vida y temía al fuego... en una de mis vidas pasadas fuí condenada a la hoguera por practicar magia negra en público en la noche de San Juan en la que quemaron vivas a mis hermanas y al igual que ellas, aprovecharon la ceremonia para quemarme viva. Pero hoy, 24 de junio de 2016 he renacido para que nuestras muertes se hagan justicia y esa gente sufrirá toda la eternidad.

FIN


















domingo, 5 de junio de 2016

La mirada maldita



Un domingo, hace unos cuatro años fuí a hacer una visita a mi abuela. Cada domingo iba a su casa a pasar la tarde con ella. Siempre me ha cuidado mucho, me ofrecía un festín por merienda, me dejaba ver en la tele mis dibujos y series favoritas, me enseñaba fotos antiguas de la familia y me contaba historias mientras las observamos detenidamente. La quiero mucho, es la mejor abuela del mundo, pero algo cambió en ella desde que mi abuelo falleció.

Esta es mi historia, escrita en extrañas circunstancias que más adelante entenderéis. Me cuesta agarrar el bolígrafo para escribir, a veces se me cae todavía. He tardado casi dos años en terminar de escribir esta historia, una historia que cualquiera escribiría en media hora. Tengo que inventar un nuevo sistema, si no fuera porque este estúpido cuerpo no me permite moverme demasiado... En fín, continúo...

Me llamo Sara y tengo 18 años recien cumplidos, aunque ahora mismo no se si sigo siendo yo. El caso es que mi abuelo falleció hace 5 años en casa. Le dio un infarto y nos dejó. Todos estábamos abatidos, el abuelo era un pilar fundamental en nuestra familia, él nos mantenía unidos. Nunca logramos superar su muerte, aunque intentamos sobrellevarla de la mejor manera posible. Sobre todo por mi abuela. Al quedarse sola, tomamos la decisión de visitarla con frecuencia para que no cayera en una depresión ya que rechazó la propuesta de venirse a vivir con nosotros.

A raíz de este acontenimiento, mi abuela comenzó a hacer una colección un tanto peculiar, pero nada extraña para una persona de su edad. Comenzó a comprarse cada semana una muñeca de porcelana. Todas adquiridas en subastas, o en anticuarios. Todas antiguas, todas con su correspondiente historia. La mayoría de estas muñecas, según nos contaba la abuela, habían pertenecido a familias apoderadas hace más de 200 años. Yo no sabía que por aquel entonces ya existían las muñecas de porcelana, pero al parecer sí que existían.
Esta colección se convirtió en su pasatiempo, le ayudaba a evadirse de la realidad y a no acordarse tanto de que el abuelo ya no estaba entre nosotros. Las peinaba constantemente, las cambiaba muchas veces de vestido, y les sacaba lustre a los ojos.
Pronto consiguió tener una habitación entera llena de estanterías cubiertas con estas muñecas.

Yo trataba de no entrar nunca a esa habitación, pues me parecía muy bien que mi abuela tuviera un hobby y fuera felíz con él pero a mi las muñecas de porcelana me daban miedo, bueno más bien me daban mal rollo. Por aquel entonces yo tenía 14 años, y me asustaban. Había escuchado historias y también había visto muchas películas sobre muquecas diabólicas, y ellas también me lo parecían, pero trataba de no darle importancia al tema, al fin y al cabo sólo eran unas muñecas, nada malo podía pasar.

Pero ese domingo que fui a verla todo cambió. Sentí curiosidad por aquellas dichosas muñecas y entré en la habitación. Estaba decidida a quitarme el miedo que sentía por ellas, necesitaba convencerme de que eran inofensivas, que sólo eran trozos de porcelana, tela y algodón. Así que me ofrecí a ayudar a mi abuela a vestir a unas cuantas nuevas adquisiciones que había hecho a lo largo del mes.

Mi abuela, siempre se empeñaba en que la ayudase con esa labor, es más, las últimas semanas casi me presionaba para que lo hiciera. Se la notaba nerviosa, como si necesitara que yo lo hiciera por alguna razón. No sospeché nada, sólo supuse que quizás tuviera más presente al abuelo, y estaba más triste... y necesitaba mi compañía y ayuda para continuar con su siniestra afición de coleccionar y vestir a estas muñecas para desconectar de la cruda realidad.

Cuando por fín me decidí a entrar en la habitación, mi abuela se acercó a mí y me dijo que cogiera dos muñecas en particular. Me las señaló y me dijo en voz baja:
    - Trátalas con cuidado Sara, estas dos muñecas son las más valiosas que existen en el mundo. Son hermanas y siempre han estado metidas en un cuarto oscuro, ahora necesitan iluminar sus rostros para volver a ser bellas. 

Dicho esto, mi abuela abandonó la habitación y me dejó allí con ellas, sola ante el peligro.
Me dije a mi misma que no pasaba nada, seguro que se refería a que las tenía que limpiar sus rostros, pues estaban un poco manchados, a cambiarles las vestimentas, y a sacarle lustre a sus grandes ojos. Sí, eso era, como ella siempre había hecho con cada una de ellas.

Me dispuse a realizar la tarea con cada una de ellas. Todo iba bien, había empezado por la menos bonita y ya sólo me faltaba una muñeca, "La Muñeca". Algo me atrajo a mirarla fíjamente a sus ojos, era bella, no era como las demás, tenía algo especial. Era como si sus ojos estuvieran vivos. Tenía una mirada cálida, con sentimiento. No podía apartar la mirada de sus enormes ojos azules, me estaban hipnotizando.

De repente, esa mirada ya no era cálida, si no todo lo contrario. Se había convertido en una mirada maligna. Entonces noté que mi abuela se acercaba a la habitación pero yo no podía apartar la vista de los ojos de la terrible pero hermosa muñeca. Quería hacerlo, de verdad, pero una extraña fuerza me lo impedía y entonces sucedió. Mi queridísima abuela no venía a salvarme de la fulminante mirada de la muñeca, si no todo lo contrario. Se quedó unos instantes allí observándome, sin traspasar el umbral y finalmente con un portazo cerró la puerta con pestillo y me dejó allí, indefensa, sóla ante el peligro, aterrorizada por lo que estaba a punto de pasar.

Conseguí gritar un par de veces por si algún vecino me oía y podía socorrerme, porque el miedo me invadió totalmente pero no sirvió de nada. Estaba paralizada, no podía moverme ante esa mirada maldita. Y de repente dos rayos de luz surgieron de las pupilas de la aterradora muñeca, y directos hacia mis pupilas noté lentamente cómo me quemaban mis pupilas, y notaba que se me escapaba el alma. Es difícil de explicar, pero me sentí morir. Tras unos 30 segundos de intensa agonía, todo finalizó. Era como una mala pesadilla. Desperté y traté de ver dónde estaba, y de repente me dí cuenta. No podía moverme, sólo mis ojos podían girar. Me encontraba sentada en una balda, y ante mí estaba mi abuela, que comenzó a sacarle lustro a mis ojos, para que brillen toda la eternidad.
Y aquí estoy cuatro años después, ahora soy "La Muñeca" y pude presenciar cómo mi hermana muñeca realizaba con mi abuela el mismo ritual para absorverle el alma a ella también, y aquí estamos las dos, aprendiendo a movernos para poder escribir con un bolígrafo y un papél esta escalofriante historia, juntas toda la eternidad.

FIN